Caminando en el año litúrgico...


¿Qué es la CALENDA DE NAVIDAD? 


Del Directorio sobre la piedad popular y la liturgia (capítulo 7)

LOS SUFRAGIOS POR LOS DIFUNTOS

La fe en la resurrección de los muertos

248. "El máximo enigma de la vida humana es la muerte". Sin embargo, la fe en Cristo convierte este enigma en certeza de vida sin fin. Él proclamó que había sido enviado por el Padre "para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3,16) y también: "Esta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna; yo le resucitaré en el último día" (Jn 6,40). Por eso, en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano la Iglesia profesa su fe en la vida eterna: "Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro".

Apoyándose en la Palabra de Dios, la Iglesia cree y espera firmemente que "del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado".

249. La fe en la resurrección de los muertos, elemento esencial de la revelación cristiana, implica una visión particular del hecho ineludible y misterioso que es la muerte.

La muerte es el final de la etapa terrena de la vida, pero "no de nuestro ser", pues el alma es inmortal. "Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al final aparece la muerte como terminación normal de la vida"; desde el punto de vista de la fe, la muerte es también "el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino".

Si por una parte la muerte corporal es algo natural, por otra parte se presenta como "castigo del pecado" (Rom 6,23). El Magisterio de la Iglesia, interpretando auténticamente las afirmaciones de la Sagrada Escritura (cfr. Gn 2,17; 3,3; 3,19; Sab 1,13; Rom 5,12; 6,23), "enseña que la muerte ha entrado en el mundo a causa del pecado del hombre".

También Jesús, Hijo de Dios, "nacido de mujer, nacido bajo la Ley" (Gal 4,4) ha padecido la muerte, propia de la condición humana; y, a pesar de su angustia ante la misma (cfr. Mc 14,33-34; Heb 5,7-8), "la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre. La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición".

La muerte es el paso a la plenitud de la vida verdadera, por lo que la Iglesia, invirtiendo la lógica y las expectativas de este mundo, llama dies natalis al día de la muerte del cristiano, día de su nacimiento para el cielo, donde "no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni preocupaciones, porque las cosas de antes han pasado" (Ap 21,4); es la prolongación, en un modo nuevo, del acontecimiento de la vida, porque como dice la Liturgia: "la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo".

Finalmente, la muerte del cristiano es un acontecimiento de gracia, que tiene en Cristo y por Cristo un valor y un significado positivo. Se apoya en la enseñanza de las Escrituras: "Para mí vivir es Cristo, y una ganancia el morir" (Fil 1,21); "Es doctrina segura: si morimos con Él, viviremos con Él" (2 Tim 2,11).

250. Según la fe de la Iglesia el "morir con Cristo" comienza ya en el Bautismo: allí el discípulo del Señor ya está sacramentalmente "muerto con Cristo", para vivir una vida nueva; y si muere en la gracia de Dios, al muerte física ratifica este "morir con Cristo" y lo lleva a la consumación, incorporándole plenamente y para siempre en Cristo Redentor.

La Iglesia, por otra parte, en su oración de sufragio por las almas de los difuntos, implora la vida eterna no sólo para los discípulos de Cristo muertos en su paz, sino también para todos los difuntos, cuya fe sólo Dios ha conocido.

Sentido de los sufragios

251. En la muerte, el justo se encuentra con Dios, que lo llama a sí para hacerle partícipe de la vida divina. Pero nadie puede ser recibido en la amistad e intimidad de Dios si antes no se ha purificado de las consecuencias personales de todas sus culpas. "La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al Purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia y de Trento".

De aquí viene la piadosa costumbre de ofrecer sufragios por las almas del Purgatorio, que son una súplica insistente a Dios para que tenga misericordia de los fieles difuntos, los purifique con el fuego de su caridad y los introduzca en el Reino de la luz y de la vida.

Los sufragios son una expresión cultual de la fe en la Comunión de los Santos. Así, "la Iglesia que peregrina, desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo, y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos, y ofreció sufragios por ellos, "porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados" (2 Mac 12,46)". Estos sufragios son, en primer lugar, la celebración del sacrificio eucarístico, y después, otras expresiones de piedad como oraciones, limosnas, obras de misericordia e indulgencias aplicadas en favor de las almas de los difuntos.

Las exequias cristianas

252. En la Liturgia romana, como en otras liturgias latinas y orientales, son frecuentes y variados los sufragios por los difuntos.

Las exequias cristianas comprenden, según las tradiciones, tres momentos, aunque con frecuencia y debido a las condiciones de vida profundamente cambiadas, propias de las grandes áreas urbanas, se reducen a dos o a uno solo:

- La vigilia de oración en casa del difunto, según las circunstancias, o en otro lugar adecuado, donde parientes y amigos, fieles, se reúnen para elevar a Dios una oración de sufragio, escuchar las "palabras de vida eterna" y a la luz de éstas, superar las perspectivas de este mundo y dirigir el espíritu a las auténticas perspectivas de la fe en Cristo resucitado; para confortar a los familiares del difunto; para mostrar la solidaridad cristiana según las palabras del Apóstol: "llorad con lo que lloran" (Rom 12,15).

- La celebración de la Eucaristía, que es absolutamente aconsejable, cuando sea posible. En ella, la comunidad eclesial escucha "la Palabra de Dios, que proclama el misterio pascual, alienta la esperanza de encontrarnos también un día en el reino de Dios, reaviva la piedad con los difuntos y exhorta a un testimonio de vida verdaderamente cristiano", y el que preside comenta la Palabra proclamada, conforme a las características de la homilía, "evitando la forma y el estilo del elogio fúnebre". En la Eucaristía "La Iglesia expresa entonces su comunión eficaz con el difunto: ofreciendo al Padre, en el Espíritu Santo, el sacrificio de la muerte y resurrección de Cristo, pide que su hijo sea purificado de sus pecados y de sus consecuencias, y que sea admitido a la plenitud pascual de la mesa del Reino". Una lectura profunda de la Misa de exequias, permite captar cómo la Liturgia ha hecho de la Eucaristía, el banquete escatológico, el verdadero refrigerium cristiano por el difunto.

- El rito de la despedida, el cortejo fúnebre y la sepultura: la despedida es el adiós (ad Deum) al difunto, "recomendación a Dios" por parte de la Iglesia, el "último saludo dirigido por la comunidad cristiana a un miembro suyo antes de que su cuerpo sea llevado a la sepultura". En el cortejo fúnebre, la madre Iglesia, que ha llevado sacramentalmente en su seno al cristiano durante peregrinación terrena, acompaña el cuerpo del difunto al lugar de su descanso, en espera del día de la resurrección (cfr. 1 Cor 15,42-44).

253. Cada uno de estos momentos de las exequias cristianas se debe realizar con dignidad y sentido religioso. Así, es preciso que: el cuerpo del difunto, que ha sido templo del Espíritu Santo, sea tratado con gran respeto; que la ornamentación fúnebre sea decorosa, ajena a toda forma de ostentación y despilfarro; los signos litúrgicos, como la cruz, el cirio pascual, el agua bendita y el incienso, se usen de manera apropiada.

254. Separándose del sentido de la momificación, del embalsamamiento o de la cremación, en las que se esconde, quizá, la idea de que la muerte significa la destrucción total del hombre, la piedad cristiana ha asumido, como forma de sepultura de los fieles, la inhumación. Por una parte, recuerda la tierra de la cual ha sido sacado el hombre (cfr. Gn 2,6) y a la que ahora vuelve (cfr. Gn 3,19; Sir 17,1); por otra parte, evoca la sepultura de Cristo, grano de trigo que, caído en tierra, ha producido mucho fruto (cfr. Jn 12,24).

Sin embargo, en nuestros días, por el cambio en las condiciones del entorno y de la vida, está en vigor la praxis de quemar el cuerpo del difunto. Respecto a esta cuestión, la legislación eclesiástica dispone que: "A los que hayan elegido la cremación de su cadáver se les puede conceder el rito de las exequias cristianas, a no ser que su elección haya estado motivada por razones contrarias a la doctrina cristiana". Respecto a esta opción, se debe exhortar a los fieles a no conservar en su casa las cenizas de los familiares, sino a darles la sepultura acostumbrada, hasta que Dios haga resurgir de la tierra a aquellos que reposan allí y el mar restituya a sus muertos (cfr. Ap 20,13).

Otros sufragios

255. La Iglesia ofrece el sacrificio eucarístico por los difuntos con ocasión, no sólo de la celebración de los funerales, sino también en los días tercero, séptimo y trigésimo, así como en el aniversario de la muerte; la celebración de la Misa en sufragio de las almas de los propios difuntos es el modo cristiano de recordar y prolongar, en el Señor, la comunión con cuantos han cruzado ya el umbral de la muerte. El 2 de Noviembre, además, la Iglesia ofrece repetidamente el santo sacrificio por todos los fieles difuntos, por los que celebra también la Liturgia de las Horas.

Cada día, tanto en la celebración de la Eucaristía como en las Vísperas, la Iglesia no deja de implorar al Señor con súplicas, para que dé a "los fieles que nos han precedido con el signo de la fe... y a todos los que descansan en Cristo, el lugar del consuelo, de la luz y de la paz".

Es importante, pues, educar a los fieles a la luz de la celebración eucarística, en la que la Iglesia ruega para que sean asociados a la gloria del Señor resucitado todos los fieles difuntos, de cualquier tiempo y lugar, evitando el peligro de una visión posesiva y particularista de la Misa por el "propio" difunto. La celebración de la Misa en sufragio por los difuntos es además una ocasión para una catequesis sobre los novísimos.

La memoria de los difuntos en la piedad popular

256. Al igual que la Liturgia, la piedad popular se muestra muy atenta a la memoria de los difuntos y es solícita en las oraciones de sufragio por ellos.

En la "memoria de los difuntos", la cuestión de la relación entre Liturgia y piedad popular se debe afrontar con mucha prudencia y tacto pastoral, tanto en lo referente a cuestiones doctrinales como en la armonización de las acciones litúrgicas y los ejercicios de piedad.

257. Es necesario, ante todo, que la piedad popular sea educada por los principios de la fe cristiana, como el sentido pascual de la muerte de los que, mediante el Bautismo, se han incorporado al misterio de la muerte y resurrección de Cristo (cfr. Rom 6,3-10); la inmortalidad del alma (cfr. Lc 23,43); la comunión de los santos, por la que "la unión... con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe; antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se fortalece con la comunicación de los bienes espirituales": "nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor"; la resurrección de la carne; la manifestación gloriosa de Cristo, "que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos"; la retribución conforme a las obras de cada uno; la vida eterna.

En los usos y tradiciones de algunos pueblos, respecto al "culto de los muertos", aparecen elementos profundamente arraigados en la cultura y en unas determinadas concepciones antropológicas, con frecuencia determinadas por el deseo de prolongar los vínculos familiares, y por así decir, sociales, con los difuntos. Al examinar y valorar estos usos se deberá actuar con cuidado, evitando, cuando no estén en abierta oposición al Evangelio, interpretarlos apresuradamente como restos del paganismo.

258. Por lo que se refiere a los aspectos doctrinales, hay que evitar:

- el peligro de que permanezcan, en la piedad popular para con los difuntos, elementos o aspectos inaceptables del culto pagano a los antepasados;

- la invocación de los muertos para prácticas adivinatorias;

- la atribución a sueños, que tienen por objeto a personas difuntas, supuestos significados o consecuencias, cuyo temor condiciona el actuar de los fieles;

- el riesgo de que se insinúen formas de creencia en la reencarnación;

. el peligro de negar la inmortalidad del alma y de separar el acontecimiento de la muerte de la perspectiva de la resurrección, de tal manera que la religión cristiana apareciera como una religión de muertos;

- la aplicación de categorías espacio temporales a la condición de los difuntos.

259. Esta muy difundido en la sociedad moderna, y con frecuencia tiene consecuencias negativas, el error doctrinal y pastoral de "ocultar la muerte y sus signos".

Médicos, enfermeros, parientes, piensan frecuentemente que es un deber ocultar al enfermo, que por el desarrollo de la hospitalización suele morir, casi siempre, fuera de su casa, la inminencia de la muerte.

Se ha repetido que en las grandes ciudades de los vivos no hay sitio para los muertos: en las pequeñas habitaciones de los edificios urbanos, no se puede habilitar un "lugar para una vigilia fúnebre"; en las calles, debido a un tráfico congestionado, no se permiten los lentos cortejos fúnebres que dificultan la circulación; en las áreas urbanas, el cementerio, que antes, al menos en los pueblos, estaba en torno o en las cercanías de la Iglesia – era un verdadero campo santo y signo de la comunión con Cristo de los vivos y los muertos – se sitúa en la periferia, cada vez más lejano de la ciudad, para que con el crecimiento urbano no se vuelva a encontrar dentro de la misma.

La civilización moderna rechaza la "visibilidad de la muerte", por lo que se esfuerza en eliminar sus signos. De aquí viene el recurso, difundido en un cierto número de países, a conservar al difunto, mediante un proceso químico, en su aspecto natural, como si estuviera vivo (tanatopraxis): el muerto no debe aparecer como muerto, sino mantener la apariencia de vida.

El cristiano, para el cual el pensamiento de la muerte debe tener un carácter familiar y sereno, no se puede unir en su fuero interno al fenómeno de la "intolerancia respecto a los muertos", que priva a los difuntos de todo lugar en la vida de las ciudades, ni al rechazo de la "visibilidad de la muerte", cuando esta intolerancia y rechazo están motivados por una huida irresponsable de la realidad o por una visión materialista, carente de esperanza, ajena a la fe en Cristo muerto y resucitado.

También el cristiano se debe oponer con toda firmeza a las numerosas formas de "comercio de la muerte", que aprovechando los sentimientos de los fieles, pretenden simplemente obtener ganancias desmesuradas y vergonzosas.

260. La piedad popular para con los difuntos se expresa de múltiples formas, según los lugares y las tradiciones.

- la novena de los difuntos como preparación y el octavario como prolongación de la Conmemoración del 2 de Noviembre; ambos se deben celebrar respetando las normas litúrgicas;

- la visita al cementerio; en algunas circunstancias se realiza de forma comunitaria, como en la Conmemoración de todos los fieles difuntos, al final de las misiones populares, con ocasión de la toma de posesión de la parroquia por el nuevo párroco; en otras se realiza de forma privada, como cuando los fieles se acercan a la tumba de sus seres queridos para mantenerla limpia y adornada con luces y flores; esta visita debe ser una muestra de la relación que existe entre el difunto y sus allegados, no expresión de una obligación, que se teme descuidar por una especie de temor supersticioso;

- la adhesión a cofradías y otras asociaciones, que tienen como finalidad "enterrar a los muertos" conforme a una visión cristiana del hecho de la muerte, ofrecer sufragios por los difuntos, ser solidarios y ayudar a los familiares del fallecido;

- los sufragios frecuentes, de los que ya se ha hablado, mediante limosnas y otras obras de misericordia, ayunos, aplicación de indulgencias y sobre todo oraciones, como la recitación del salmo De profundis, de la breve fórmula Requiem aeternam, que suele acompañar con frecuencia al Ángelus, el santo Rosario, la bendición de la mesa familiar.

 


El tiempo pascual

 
El domingo de Pascua de la resurrección del Señor es el gran día del año litúrgico. Con razón se puede decir de él que es el día primero; y no sólo porque encabeza la semana como cualquier domingo, sino principalmente porque abre un periodo festivo que dura cincuenta días: el tiempo pascual, nuevamente denominado Cincuentena pascual. La reforma del año litúrgico tuvo el acierto de restituir a este periodo su carácter unitario, perdido poco a poco desde el momento en que empezó a llenarse de fiestas en cierto modo aisladas y autónomas, dotadas incluso de octava; como ocurrió con Pentecostés, cuyos ocho días siguientes acabaron de desbordar el simbolismo de los cincuenta días de Pascua. La Cincuentena ha vuelto a ser otra vez el tiempo simbólico que recuerda a Cristo resucitado presente en su Iglesia, a la que hace donación de la Promesa del Padre, el Espíritu Santo (cf. Lc 24, 49; Hech l, 4; 2, 32-33):

"Los cincuenta días que van desde el domingo de Resurrección hasta el domingo de Pentecostés han de ser celebrados con alegría y exultación, como si se tratase de un solo y aún único día festivo, como un gran domingo (SAN ATANASIO). Estos son los días en los que principalmente se canta el aleluya" (NUALC 22).
 
El tiempo pascual es, por tanto, un tiempo fuerte del año litúrgico de tanta importancia como la Cuaresma, a la que supera no sólo en duración, sino, sobre todo, en simbolismo. La Cuaresma es figura de esta vida de prueba y tentación; la Cincuentena, en cambio, representa la eternidad, la perfección de la meta. Por otra parte, el tiempo pascual es el tiempo litúrgico dedicado al Espíritu Santo, que ha brotado del costado de Cristo muerto en la cruz (SC 5; Jn l9, 30. 34); y por ello es también el tiempo modélico y emblemático de la Iglesia.
 
Una reflexión teológica y una espiritualidad que se han ocupado muy poco de la tercera persona de la Santísima Trinidad y que han ignorado prácticamente el papel y el protagonismo misterioso que el enviado del Padre, por medio de Cristo resucitado, realiza en la liturgia, son las causantes del olvido en la catequesis, en la predicación y en la vida cristiana de la estrechísima unidad entre Pascua y Pentecostés. El misterio de la Pascua del Señor no es únicamente el misterio de la glorificación de Jesús. Ahí están los textos bíblicos para demostrarlo, especialmente el cuarto evangelio y los Hechos de los Apóstoles, tal y como la Iglesia los lee y proclama en la liturgia del tiempo pascual. El misterio pascual comprende también el don del Espíritu Santo, que el Padre entrega a su Hijo Jesús como respuesta a su sacrificio, y que éste derrama sobre la Iglesia, su cuerpo y Esposa (cf. Jn 20, 22; Hech 2, 33).
 
Y, desde ese momento, el Espíritu actúa personalmente en la vida de toda la Iglesia y de cada uno de los creyentes de mil maneras, pero sobre todo en la eucaristía y en la liturgia, pentecostés permanente del Espíritu que es "del Señor y da la vida". Por eso, si siempre es Pascua, porque toda la vida cristiana se nutre del misterio de la muerte del Señor, siempre es Pentecostés, siempre es el tiempo de ese don del Padre (cf. Jn 4, l0; l4, l6) y del propio Cristo (cf. Jn l5, 26). Bajo este aspecto, el tiempo pascual aparece como el periodo simbólico por excelencia de la actual etapa de la historia de la salvación, la que pertenece a la Iglesia y al Espíritu Santo. 
 
Historia de la Pascua 

El antecedente más remoto del período pascual que sigue a la máxima solemnidad del año litúrgico lo tenemos que buscar en el significado que tenía en la antigüedad cristiana la palabra Pentecostés. Esta palabra, que en Hech 2, l y en otros lugares del Nuevo Testamento designa la fiesta judía de las Semanas, es utilizada por los escritores cristianos de los siglos III y IV para referirse a un espacio indivisible de cincuenta días de duración que se extiende desde la Pascua. San Ireneo en la Galia, Hipólito en Roma, las Acta Pauli en Asia Menor, Orígenes en Alejandría y como testigo de Palestina, Tertuliano en el norte de África y otros autores dan fe de la existencia de esta cincuentena, que no tiene nada que ver, salvo el nombre, con la fiesta judía durante la cual se produjo la venida del Espíritu Santo (Hch 2, l-4).
 
Este periodo recibe también los calificativos de santo, muy feliz, gozoso, festivo, etc., y los nombres de solemnidad de la alegría, gran domingo, símbolo del siglo futuro, etc. Lo curioso del caso es que se le atribuyen todas las prerrogativas del domingo, especialmente las que afectan al ayuno y a la oración de rodillas, prohibidos en el día del Señor. Para los autores citados antes, Pentecostés es un tiempo de amnistía y de perdón de las deudas, de alabar a Cristo, de ayudar a los pobres y practicar la caridad fraterna, de celebrar la presencia del Novio entre sus amigos (cf. Mc 2, l9-20) y par), de celebrar el bautismo y de dedicarse al recuerdo de la resurrección del Señor por la gracia del Espíritu Santo. De todo esto resulta que la antigua fiesta anual de la Pascua que conocemos desde la controversia del siglo II contaba con un periodo de cincuenta días, que eran como una prolongación y una celebración continuada de todo cuanto aquella solemnidad significaba.
 
Más adelante, a finales del siglo IV y en algunos lugares entrado ya el V, se empezará a dar un gran relieve al último día de esta cincuentena. En algunas Iglesias, occidentales sobre todo, se hacía en dicho día memoria de la venida del Espíritu Santo, pero sin olvidar que el Espíritu es el don transmitido por el Señor en su Pascua. Otras Iglesias, entra las que se encuentran Jerusalén, Siria, Edesa y Mesopotamia, celebran, en cambio, la Ascensión del Señor y, a la vez, la donación del Espíritu Santo. El diario de viaje de Egeria es explícito al respecto (c. 43): el último día de la cincuentena tenían lugar dos grandes celebraciones: una en la basílica del Martirio y en Sión (el cenáculo), para conmemorar la venida del Espíritu Santo; y la otra en el huerto de los Olivos, en el Inbomon o lugar de la ascensión. La primera celebración comprendía la eucaristía, la segunda era una liturgia de la Palabra en la que se leían los pasajes neotestamentarios de la ascensión.
 
Puede parecernos sorprendente esta manera de celebrar el final de la Cincuentena pascual, acostumbrados como estamos a situar la fiesta de la Ascensión a los cuarenta días de Pascua, y la venida del Espíritu Santo diez días después. Pero ya hemos dicho alguna vez que a la Iglesia antigua no le preocupaba hacer de las fiestas una suerte de aniversarios de los acontecimientos de salvación, porque sabía que el poder santificador que contenían residía no en la coincidencia de las fechas, sino en los signos sagrados: la celebración festiva y, sobre todo, el misterio eucarístico. Por eso no debemos hacer demasiado problema del moderno traslado de la solemnidad de la Ascensión al domingo siguiente. Lo que sí debe interesarnos, en cambio, es esta visión unitaria y profundamente vital de la Pascua del Señor, que la reforma litúrgica ha querido recuperar al devolver al tiempo pascual su genuina duración.
 
Volviendo otra vez a la historia, nos encontramos con que a partir de la segunda mitad del siglo IV aparece la fiesta de la Ascensión del Señor, sin duda por influjo de Hech 1, 3, que alude al tiempo en que Jesús se dejó ver de los discípulos y les informó de las cosas tocantes al Reino de Dios. La fiesta la conocemos en Roma gracias a los sermones del papa San León (440-461). Con esta fiesta ocurre algo semejante a lo que sucede con Navidad: que se extendió rápidamente. Cuatro siglos más tarde contaba ya con una vigilia, y en el siglo XV se le añadirá una octava. Una y otra serán suprimidas por el Código de rúbricas, publicado en 1960 por el papa Juan XXIII.
 
La fiesta de la Ascensión vino a quebrar de hecho la unidad de la antigua Cincuentena. Pero hará también que el último día del citado periodo quede un tanto aislado del conjunto, pasando a ser, de un día conclusivo y síntesis de cuanto se había celebrado, una fiesta en cierto modo autónoma, como ya hemos indicado. Pentecostés se convierte en la solemnidad dedicada únicamente a conmemorar la venida del Espíritu Santo. En Occidente era un día bautismal, mientras que en Oriente, como consecuencia de las controversias teológicas, fue convirtiéndose en la fiesta por excelencia de la Santísima Trinidad, cuya revelación quedó completada con la venida del Espíritu Santo. En la liturgia romana, Pentecostés se trasformó en un verdadero doblaje del domingo de Pascua: ayuno la víspera, vigilia con igual número de lecturas que la del Sábado Santo y, finalmente octava.
 
Estructura 

La reforma del año litúrgico ha restuído al tiempo pascual su duración y unidad primitivas. Pero ha hecho también otra cosa no menos importante: ha hecho descansar este periodo litúrgico sobre los ocho domingos que comprende, los siete de Pascua y el de Pentecostés, revalorizándolos en categoría litúrgica. Por eso, estos domingos ya no se llaman, como en el Misal anterior, domingo I, II , etc. después de Pascua , sino domingos de Pascua (cf. NUALC 23).
 
Se mantiene la octava de Pascua debido a su vinculación histórica con la semana de la mistagogía o iniciación en los sacramentos de los bautizados en la vigilia pascual. Los ocho días están unidos al domingo de Resurrección (cf. NUALC 24). La solemnidad de la Ascensión se puede trasladar al domingo VII de Pascua, como ha ocurrido en España desde l977. El domingo de Pentecostés cuenta con una misa vespertina de la vigilia similar a la del 25 de diciembre o a otras solemnidades, pero que no es ya un duplicado de la de Pascua.
 
Las ferias del tiempo pascual han sido enriquecidas con textos propios para la misa y el Oficio de cada día. No obstante, su categoría litúrgica es inferior a las ferias de Cuaresma. Los días que trascurren entre la Ascensión y Pentecostés tienen el carácter de preparación para esta última solemnidad, habiendo encontrado lugar aquí los textos de la desaparecida octava de Pentecostés. 
 
Tomado del libro Julián López Martín, El año litúrgico, Madrid, 1984.